Relato de un hombre que aprendió a cargar una espada.
Con un vidrio roto rasgué la frente de quien quiso abusar de
mi hermana.
Aún no es
suficiente, pensé
y tomé un cuchillo de
la cocina,
y las vísceras de muchos cerdos se pudrieron a la
intemperie.
No me sentí mejor.
Mi machete cortaba los pensamientos adversos,
quedaban tirados por los caminos y algún clérigo de mirada
fría
contaba números en un libro.
Los hombres defecaban llantos y sonrisas.
Todo era lo mismo.
Con agilidad apuré el estoque
y fui valiente
y ágil
y la gente cantaba mi bondad,
y llegó la risa,
muy poco tiempo.
El sable tenía poder,
si sonreía se mantenían
las cabezas encima de los hombros;
otras caían.
Sentía que hacía lo correcto,
pero la tristeza fue de cabeza en cabeza hasta llegar a la
mía.
Ahora cargo este mandoble,
rasga carne, cartílago y huesos sin ningún resquemor,
los ojos de sus víctimas no hallan reflejo en su acero;
no hay forma de mirar atrás.
Voy por la tierra blandiendo amargura,
es testigo este filo que ciega.
día soleado y sin sombras,
día de descanso,
donde mi sangre logre
por fin,
templar el corazón de esta espada.
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