Un joven Kabir y sus espadas, reposan bajo la sombra de una encina





El viento juega con la tornasolada transparencia de su vestido,
sus ojos son una dulce tormenta de fuego
y su sonrisa corta el tiempo en dos.
Cuatro esclavos, con la mirada fija en el camino, cargan su  bella jaula,
mientras los hombres alzan sus cuellos para poder disfrutarla,
se rinden ante la canción metálica de sus pulseras,
su voraz perfume les ablanda los huesos.
Ella es indiferente,
espera un ser digno del filo curvilíneo de su acero.
Altiva, recorre las calles de  pueblos polvorientos,
en  busca de un rival digno de su estirpe.

El joven se sienta a la sombra de una encina,
un poco de agua le ayuda a disfrutar el azul del cielo,
siente la ligereza de quien carga el universo en su espalda,
de quien ha visto al mundo y a sus hombres
cuando se reflejan en una gota de agua que cae de una flor.
Mira hacia el suelo.

Ella pasa por su lado,
Él no mira.
Detiene su procesión,
sus pulseras suenan más que de costumbre,
Él no mira.
¿cómo se atreve?
¿quién se ha creído?
¿acaso será sordo?
sonríe.
Baja de su jaula dorada,
busca al joven,
estira su suave mano y le empuja el hombro,
aquella sonrisa que ha rendido reyes está lista.
Él levanta suavemente la cabeza,
Ella está preparada,
Las miradas colisionan.

La chica lentamente vuelve a su sitio,
la sonrisa se ha ido,
decide  recoger sus pasos
y regresar a su cuarto.

En la noche no puede dormir,
recuerda el  estallido de relámpago en sus ojos:
las espadas del joven Kabir.
Desea verlo.
Recorre la inmensidad de una noche que todo lo devora,
entiende  que, al menos ese día, no lo encontrará.
una exhalación se escapa de lo profundo de su ser.
Sonríe.
Sabe que la bestia que vivía en su interior ha muerto
y que su sonrisa nunca más volverá a ser la misma.

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